lunes, 21 de diciembre de 2015

Otra Navidad

La Navidad llega todos los años. Ya se encargan de recordárnoslo. ¡Cómo para olvidarlo!…

Aquella “marimorena” que se embelesaba en el Belén viendo beber a "los peces en el río", ha sido sustituida por un abeto plasitificado decorado con bolitas de colores y lucecitas led. A cuyo alrededor, un tipo nórdico con tripón cervecero, porta un saco donde no lleva regalos, ¡que va! todos sabemos que en él carga con la “pasta” del asalto a los bolsillos de la ciudadanía, rumbo a las tierras del norte. ¡Ay amigo!… Todo ha quedado reducido en un "pasen, vean y de paso péguenle un calentón a la tarjeta de crédito…”; si es que no se la ha retirado "papa banco", igual que se hace con los niños cuando dan mal uso a un juguete prestado. 

A lo largo y ancho de mi vida, estas fechas han provocado en mí diferentes sensaciones. Os voy a decir que, de niño, eran un tiempo de asueto en el que se compartía, con la familia y los vecinos, más de lo que se tenía; buenos momentos con sabor a turrón y polvorones; tiempo de la llegada de algún regalo de sus magas majestades (la única monarquía que alguna vez tuve en consideración). Después, ya de jóvenes, las Navidades pasaron a ser tiempo de más fiestas, de más beber y más comer; tiempo de pasarlo bien con los amigos y de algún escarceo amoroso a la fría luz de una luna de San Silvestre. Años después, ya inmerso en la función de padre, junto a mi pareja, los dos como locos, anduvimos empeñados en dar un motivo adicional de alegría a nuestros hijos; tiempo de regalos, tiempo de gastos desmedidos que terminaban obligándonos a dar tremendas pedaladas para remontar la susodicha cuesta de enero. Con los chicos ya mayores, estas fiestas se convirtieron en un tiempo de "ni fu ni fa”; si acaso noches de preocupación porque no fueran a regresar a casa con algún desperfecto. Y así han pasado muchas Navidades como esta que se nos presenta. Al final, hemos llegado hasta hoy, donde, a duras penas, conseguimos juntarnos todos alrededor de una mesa. Es lo que toca, dice mi mujer. Lo cierto es que, normalmente solos, terminamos brindando con las campanadas por nosotros dos y porque el destino nos permita hacer lo mismo el año que viene.   

Estas fechas no consiguen evitar que me acuerde de quienes ya no están, especialmente de mis padres. Es normal, le suele suceder a casi todos aquellos que tenemos memoria y gratitud. Es por eso que he ilustrado este comentario con una foto de las Navidades de 1956. Con mi gorrita, acompañaba a mi padre, de luto por la muerte del suyo, a recoger el “paquete”; un obsequio que cada año hacia una sociedad ferroviaria a sus asociados. Aquel regalo, junto al canto de los niños del colegio San Ildefonso, anunciaba que las fiestas navideñas ya eran cosa cierta. Cargados con el paquete acudíamos raudo a casa para que fuera mi madre quien lo abriera. Toda una sorpresa lo que en él hubiera, así lo percibía, aunque mis padres sabían de su contenido: de la botella de anís El Mono y la de coñac Fundador; de las dos tabletas de turrón: la del duro y la del blando; de una barra de chorizo y otra de salchichón; de un paquete de café y un bote de melocotón en almíbar y… ¡tatachán!: allí estaba la cajita de figuritas de mazapán. Lo más. Mi madre, muy golosa ella, la desprecintaba al tiempo que exclamaba un “ooooh” larguísimo y, haciéndome un guiño, daba por inaugurada la Navidad comiéndose aquel manjar: una pieza con forma de patito que, en complicidad, repartía conmigo; porque no era cosa de comernos una cada uno, porque tenían que llegar, la noche de Nochebuena, hasta la bandeja de cristal que todo el año había permanecido en la vitrina del aparador y a la que sólo se le quitaba el polvo para aquella única y señalada ocasión. 

Mejor no sigo contando estas cosas porque habrá quien no las crea y piense que es mera invención, pero yo os prometo que, en mi casa, éramos tan pobres que por no tener, no teníamos ni hambre. Tal vez por eso sigo considerando mucho a los que, aún teniendo, no dejan de tener cada vez más hambre. 

Feliz Navidad.